Cuentan
que, durante una noche oscura, José, un jugador de cartas tramposo, estaba retornando
a su casa con los bolsillos llenos de dinero. La gente del pueblo donde hacía
sus trucos sucios, harta de su presencia, decidió entregarle una botella llena
de luciérnagas que lo iluminara por los senderos, para apurar su partida. Sin
agradecer a nadie, José inició su caminata entre la niebla de los campos,
cuidándose de no caer en la quebrada del Mullo.
De repente,
desde la oscuridad insondable de la quebrada, el llanto de un bebé llegó
a sus oídos. Aunque a este vividor no le interesaba ayudar a
nadie, los lloriqueos desesperados le conmovieron tanto que
descendió hasta ubicar la fuente del sonido. Mientras bajaba, soltó
la botella de luciérnagas, que se rompió y lo dejó sin
ninguna luz de guía. Encontró al infante, lo arropó en su poncho y,
casi en el acto, este dejó de llorar. En el ascenso, José notó,
extrañado, que la parte de su pecho, donde el niño estaba apoyado,
empezó a calentarse, como una plancha de carbones encendidos.
Intentó dejar
al bebé en el suelo, pero sintió que una garra se le clavaba en el tórax.
Horrorizado, escuchó que la criatura, con una voz gangosa y retumbante, le
decía: “Ya te tengo”.
Regresó
a ver su rostro y distinguió únicamente el brillo de unos colmillos afilados.
“Ya te tengo y te voy a matar”- gritó el engendro. José,
sorprendentemente, preguntó: “¿Por qué?”. El monstruo le respondió: “Porque
eres una peste, eres egoísta”. Muerto de miedo, José se desmayó. Al siguiente
día, despertó cuando el sol ya estaba muy alto. Convencido de que todo había
sido un sueño, empezó a caminar hacia su pueblo. Escuchó, entonces,
el llanto del bebé. Corrió aterrado, sin mirar atrás, y prometió que jamás
volvería a robar y que ayudaría a quien se lo pidiera.
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